Fernando Conde.- La cifra es escalofriante. 35 mujeres muertas, asesinadas por quienes algún día, en un arrebato de amor sincero, les juraron amor eterno. El problema de la violencia contra el débil, contra la mujer, especialmente, es una lacra abochornante en una sociedad que presume de moderna, democrática y tolerante. Las medidas tomadas para tratar de paliar esta vergüenza, aunque insuficientes, permiten albergar alguna esperanza a quienes viven con una espada de Damocles sobre sus cabezas, esperando resignadamente un golpe de gracia que les dé, por fin, la paz eterna. Ante esto sólo cabe pedir una justicia implacable, aplicada hasta sus extremos, sin atenuantes ni complejos.
Pero, de la misma manera que han de impartir esta justicia, los jueces están obligados a ser justos, ecuánimes, imparciales e implacables con aquellos «débiles», mujeres especialmente, que aprovechan esa circunstancia deleznable llamada «violencia de género» para sacar provecho acusando falsamente, calumniando y tratando de arruinar la vida de hombres honrados. De facto, ocurre que, tal y como está el patio y con la presión social y mediática que sufren los jueces, presentar una denuncia falsa por violencia contra un hombre sale, en España, bastante barato. Lo más que suele ocurrir es que quede archivada y se incoe un proceso de separación como si hubiera sido un proceso amistoso de fin de contrato matrimonial.
Ante tales hechos, que empiezan a proliferar peligrosamente, la justicia debería tomar cartas en el asunto. Una denuncia falsa, además de dejar un rastro de duda y sospecha difícil de limpiar sobre el denunciado, es un acto de absoluta indignidad. Los jueces deberían aplicar la justicia contra la falsa denunciante con el mismo escrúpulo con que lo harían contra el denunciado, si la denuncia fuera cierta. Porque, iura subveniunt mulieribus deceptis, non decipientibus (el derecho ayuda a la mujer engañada, no a la que engaña).
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