Esta semana han saltado a los medios de comunicación dos casos significativos y sangrantes de denuncias falsas, de esas que se dice que no existen, y obedeciendo ese seguimiento mediático al hecho de que se trataba de unos asuntos que habían despertado alarma social por la gravedad y crueldad que representaba el relato de la acusación, siendo que además las denunciantes se habían preocupado de airear públicamente el calvario padecido.
Ahora resulta que en un caso, después de once meses de holocausto carcelario del supuesto maltratador, se demuestra que la denuncia era falsa y que la propia denunciante se había llegado hasta a autolesionar. En el otro, la mujer directamente reconoce que denunció por despecho y que el denunciado o era suyo o de nadie más.
Despecho y resentimiento servidos en bandeja de plata, porque lo cierto es que todo el mundo sabe que el deseo de vengar una infidelidad puede generar ese tipo de reprobables conductas, que por supuesto a quienes más perjudican, al margen de a los propios represaliados, es a aquellas mujeres que sí sufren un real maltrato.
Y aunque no se quiera reconocerlo, se ha de afirmar que no son casos aislados, pues en este País existe una realidad que muchas veces, por no ser políticamente correcta, no se refleja en los medios de comunicación: padres que han de ir a ver a recoger a sus hijos acompañados de notarios para que no les denuncien; padres a los que les ponen los cuernos y dicen que van a luchar a muerte por la custodia de sus hijos, se les acusa, por esa frase, de amenazas y pierden, por la peligrosidad demostrada, toda opción de seguir ejerciéndola; padres que sufren detenciones injustas por exigir poder estar con sus hijos. Un desastre social que dicen los expertos en violencia que el sistema sabe detectar.
Por ello proclamo que lo que se ha de hacer es cambiar el sistema y mandar a sus casas a esos supuestos especialistas designados digitalmente.
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